El presente trabajo quiere analizar el
estado actual del comportamiento ético, en relación a la doctrina
ética planteada por Immanuel Kant a fines del siglo XVIII. Aunque
partimos de la idea de la ética kantiana, el interés está
en observar la situación actual en su aspecto práctico, no en el
teórico.
Para ello, haremos un breve resumen de
las ideas de Kant al respecto, de la evolución de la ética en los
últimos dos siglos, y haremos un análisis de la situación en la
actualidad, desde los puntos del vista del individuo, los ámbitos de
desenvolvimiento cotidiano, y la sociedad en general.
Enfocaremos nuestro estudio en lo que
se llama “cultura occidental”, abarcando Europa y América
principalmente, porque ésta es la cultura en la cual nos hemos
formado y en la cual vivimos. No obstante, creemos que, dada la
situación de mundialización actual, muchas de las situaciones
descritas pueden ser perfectamente aplicables al resto de culturas
del planeta, dada la influencia de occidente en este último siglo, y
también a la adquisición por parte de occidente de aspectos de
oriente y otras culturas.
El comportamiento ético según Kant
Immanuel Kant (1724-1804) representa
para muchos el fin del período ilustrado así como el nacimiento del
idealismo alemán. Desarrolló su actividad intelectual durante la
segunda mitad del siglo XVIII, aunque la publicación de sus
principales escritos está comprendida entre los años 1781 y 1790.
En cuanto a su idea de la ética y el comportamiento, está tratada
principalmente en la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres (1785) y Crítica de la razón práctica
(1788).
Fiel a su tendencia racionalista, para
Kant el fundamento de la ética debe buscarse en la razón. Después
de un largo desarrollo, enuncia un único principio ético, al cual
llama imperativo categórico, y que se puede formular como
“obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo
tiempo que se torne ley universal”[1].
Dicho en otras palabras, lo que Kant
pretende indicar es que, para que una acción pueda ser considerada
éticamente buena o correcta, se debe realizar pensando que esa misma
acción sería también correcta si la hiciera cualquier persona de
cualquier lugar y cualquier época; o sea, que aquello que hago sea
universalizable; o más sencillo aun, que aquello que considero bueno
para mí también debe ser bueno para cualquier otra persona en mi
situación. En buena medida, se puede considerar que esto no es más
que una reformulación de la regla de oro, aunque para llegar hasta
aquí haya todo un desarrollo previo.
Además, Kant puntualizaba que, para
considerar moralmente bueno un acto, no sólo debe cumplir el
precepto anterior, sino que debe ser realizado a causa de
dicho precepto. Es decir, que debe ser efectuado pura y
exclusivamente porque así lo manda el imperativo categórico. Si
realizo una acción que me beneficia o me produce placer, aunque
cumpla con dicho imperativo, Kant no la consideraría
moralmente buena, porque no se podría saber si la causa de
realizarla es la obligación moral o bien el beneficio que me
proporciona. Vale aclarar que tampoco la consideraría moralmente
mala, sino neutra.
Este imperativo categórico va
acompañado de un imperativo práctico, que se enuncia como sigue:
“obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como
en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo
y nunca solamente como un medio”[2].
En este caso, se podría explicar que
pretende poner al ser humano siempre como fin en sí mismo y nunca
como medio para conseguir un fin. En este punto, Kant demuestra la
alta estimación que tiene de la dignidad humana.
Evolución de la ética en los últimos 200 años
En la época de Kant, la influencia
cristiana era muy fuerte en Europa y no se podía ignorar (de hecho,
en el momento actual, a pesar de la aparente debilidad de la Iglesia,
todavía se siente con fuerza su influencia).
La ética religiosa cristiana, basada
en el judaísmo y aplicable a las distintas sectas cristianas
(católicos, protestantes, ortodoxos, etc.), es también extensible
al islam y al budismo mahayana. Se basa en la revelación de Dios: lo
bueno viene definido por la divinidad que está por encima del
hombre. Así, alguien que se rija por esa moral debe creer en
dicha revelación. Aquí hay que distinguir entre creencia y fe: para
Ortega y Gasset, en las creencias se está, mientras que las ideas se
tienen. La creencia es aquello que no se pone en duda, aquello con lo
que se cuenta, y por tanto ni siquiera llega a formularse; en cambio,
las ideas -e incluyo a la fe religiosa entre estas- se expresan e
incluso pueden debatirse. Según la clasificación de Ortega, una
persona perteneciente a una religión podría creer en sus dogmas o
bien adherir a sus ideas, según el grado de internalización de
dicho dogma. Yo agregaría, además, que la fe se siente, y por
supuesto no es exclusiva del ámbito religioso.
Kant no niega la aplicación de dicha
moral -aunque se podría dudar seriamente de su aplicación en esa
época incluso por los representantes máximos del cristianismo- sino
que pretende elaborar unos preceptos acordes con su idea de un ser
humano autónomo, que es capaz de darse fundamento por sí mismo,
mediante la razón.
El siglo XIX fue llamado el siglo de la
sospecha, y con razón, pues se pone en duda tanto los dogmas
cristianos como los racionalistas, hasta su misma raíz. En este
siglo, la idea de una moral inmutable, de lo bueno y lo malo,
comienza a diluirse. Esto está expresado sintéticamente en el
famoso “Dios ha muerto” de Nietzsche.
El siglo XX, a su vez, podría ser el
siglo de la mundialización, pues el desarrollo de las comunicaciones
permite, por primera vez en la historia, que se pueda hablar de una
cultura humana, donde las similitudes empiezan a ser mayores que las
diferencias. El auge de ciertos nacionalismos y racismos no hace más
que confirmar esta idea, pues son la respuesta de los sectores más
resistentes al cambio inevitable que se está produciendo.
Podríamos decir que hay una ética de
tipo dogmática-divina, y una ética personal -no necesariamente
racional pura pero sí con intervención de la razón-. No obstante,
incluso la ética basada en los mandatos divinos es personal, por
cuanto el individuo elige, en mayor o menor medida, adherir a esos
dogmas emanados de Dios. No vamos a analizar hasta qué punto esa
ética personal está influenciada por el medio social circundante
-el “paisaje humano” según Silo[3]-,
nos vamos a limitar a destacar que cada persona elige la moral que
adopta.
La cultura occidental actual
Hoy día vivimos en un mundo de gran
aceleración, con gran interconexión, donde se van conformando
bloques regionales -cuyo máximo exponente es la Unión Europea-,
donde existen unas Naciones Unidas, donde existe una red que nos
conecta a todos llamada Internet, donde la economía está
globalizada, e incluso también las modas, las comidas, los medios de
comunicación y, por supuesto, las creencias.
Estas ideas globalizadas, estos dogmas,
nos dicen que lo principal es lo material. Lo espiritual no existe,
lo que cuenta es lo tangible, y esto trae como consecuencia que el
máximo valor sea el dinero. ¡Vaya paradoja!, ya que justamente el
dinero no tiene ningún valor material, e incluso hoy día ni
siquiera es tangible, ya que casi todas las transacciones se realizan
en ordenadores, sin intercambio de papelillos.
La economía global está dominada por
unas pocas empresas –cada vez menos, gracias a las sucesivas
fusiones- y lo mismo ocurre con las ideas, difundidas desde unos
pocos medios de comunicación que también forman parte de esas
mismas empresas. Por último, esas pocas empresas son participadas
mayoritariamente por grupos bancarios multinacionales, que son los
receptores y distribuidores del dinero generado por la población.
La situación en la familia, el trabajo, el estudio, etc.
En los distintos ámbitos en que se
desenvuelven las personas, la relación dominante es la de
competencia. En el ámbito laboral es donde se expresa con más
fuerza, ya que lo que antes eran compañeros hoy son competidores por
un ascenso, o simplemente por el mantenimiento del lugar de trabajo,
habida cuenta la presión que ejerce el fantasma del desempleo. Una
consecuencia de esto es la cada vez más insignificante influencia de
los sindicatos en la sociedad.
Esta competencia también se manifiesta
ya en la época estudiantil, pues quienes hoy son compañeros de
estudios mañana competirán por un puesto de trabajo, y esto ya se
sabe desde temprana edad.
Ya en la más temprana edad, se enseña
a los niños a competir entre sí, bien sea en cualquier juego o
deporte, bien eligiendo al mejor alumno o mejor compañero.
También se compite en el arte,
premiando películas, libros, pinturas, esculturas, etc.
Incluso la familia, baluarte de la
civilización occidental y cristiana, se ve sacudida por estos
fenómenos. Esta se encuentra cada vez más disgregada, a causa de
las necesidades materiales pero también del egoísmo creciente. Los
hijos compiten por el amor de sus padres; los padres compiten
entre sí por el amor de sus hijos, o bien por demostrar quién
aporta más a la relación. Mientras tanto, los más niños y los más
mayores, excluidos del circuito productivo omnipotente, se ven
relegados a un tercer y cuarto plano.
La situación de las personas
¿Qué diría Sartre hoy día sobre la
libertad de los individuos? No cabe duda que, en estas sociedades,
tenemos más posibilidades que nunca de elegir: sólo basta pasearse
por un supermercado para observar la ingente cantidad de objetos
presentes para nuestra elección; sin embargo, paradójicamente, es
esa misma proliferación de objetos la que está atrofiando la
capacidad de elección. Lo mismo que decimos de los objetos podemos
decirlo de las ideas, las ofertas culturales o todo tipo de
servicios. Cada vez hay más de dónde elegir, pero cada vez es más
difícil hacerlo, por la uniformización de esta oferta y por el
bombardeo de estímulos al que vivimos sometidos, sin los recursos
internos suficientes para hacerle frente. “Paren el mundo que me
quiero bajar” se cantaba en los años sesenta; sin embargo, el
mundo no sólo no se ha detenido sino que se ha acelerado. Ya no hay
dos bloques que pugnan por la supremacía mundial: ahora hay multitud
de frentes abiertos. Y el ser humano, el individuo, está en medio de
todos ellos.
La idea de la felicidad
Lo dicho anteriormente conforma una
imagen de la felicidad. Si se le pregunta a un niño qué quiere ser
de mayor, ya no dirá bombero o médico; ahora muchos dirán
millonario, futbolista, estrella de cine o simplemente rico y famoso.
Esto significa ser feliz hoy día, una idea muy alejada de la virtud
aristotélica, y también de las inclinaciones contra las
cuales luchaba Kant.
La idea del bien y del mal
Aceptando que lo bueno es
aquello que me hace feliz, ¿qué es esto que me proporciona
felicidad? Habría que hacer una distinción entre lo que se dice
que es bueno, y lo que en la práctica se hace.
Hace unos 15 años, participé de una
campaña masiva de encuestas, donde se le hacía varias preguntas a
las personas, relacionadas con aquello que consideraban que era el
máximo valor para los demás, y aquello que lo era para ellos
mismos. Era curioso observar cómo la gran mayoría opinaba que, para
los demás, el máximo valor era el dinero; en cambio, para ellos
mismos, los valores eran la familia o la amistad, mayormente. Yo me
preguntaba: ¿dónde están aquellos para los cuales el dinero es lo
más importante?; ¿acaso no se paran a contestar la encuesta?
Hoy día, no existe el bien como
tal; sólo existe lo que es bueno para mí. Vivimos con una
doble moral; la moralidad de las acciones se mide según quién las
haya echo: si he sido yo o alguien afín, seguramente la acción será
catalogada como buena por mí; si ha sido alguien contrario a mis
intereses, entonces será valorada como mala.
Así como hay una doble moral también
hay un doble discurso, pues lo que se dice es otra cosa
-aunque cada vez hay más sinceridad en este aspecto-. La idea que
prima es “haz lo que yo digo mas no lo que yo hago”. Esto se
puede observar en el plano personal pero también, con mucha fuerza,
en el plano social: se bombardea a las poblaciones en nombre de la
paz; se violan los mandamientos divinos en nombre de Dios; se someten
poblaciones en nombre de la libertad; se quita capacidad de decisión
a los pueblos en nombre de la democracia; en definitiva, se habla del
bien común pero se actúa en función del bien personal. Las
palabras han perdido su significado. Por tanto, distinguimos aquello
que se dice que es bueno, de aquello que se actúa como
bueno.
La moralidad actual
Hoy se escucha decir con frecuencia, a
la gente mayor, que “se ha perdido la moral”. Esto es falso:
siempre existe una moral; cada individuo, haga lo que haga, justifica
moralmente su acción, aunque para otros sea reprobable. Lo que se ha
perdido es cierto tipo de moral, pero siempre y en todo
individuo hay una justificación moral de sus acciones.
La ética no es un tema sobre el cual
la mayoría de la gente piense, ni sobre sus consecuencias para los
demás y para uno mismo; sencillamente se vive el día a día. Se
critica la conducta de los demás pero no se reflexiona sobre la
propia. Incluso las palabras ética y, sobre todo, moral, están mal
vistas; casi nadie las utiliza, ya sea porque pueden tener
connotación religiosa o porque suenan naif.
La adhesión a los mandatos morales
divinos es hoy muy escasa, muchísimo menos que la adhesión “de
palabra” a dichos preceptos; esta hipocresía actual es resultado,
en buena medida, de la conducta de aquellos que se supone habrían de
servir de ejemplo, aquellos que hablan de una cierta moral
pero no la practican. En realidad, sí operan como ejemplo, como
modelo para los demás, pero no en el mejor sentido.
La moral religiosa prácticamente ha
desaparecido, pero no ha sido reemplazada, como deseaba y esperaba
Kant, por el imperativo categórico, sino más bien por una ética
cercana a la aristotélica de búsqueda de la felicidad, con la
diferencia que para Aristóteles el medio de alcanzar la felicidad
era el cultivo de la virtud, y en la actualidad ese medio es el
dinero. Podríamos decir que se trata de una ética utilitarista,
pero donde no se pretende maximizar el beneficio común sino sólo el
propio.
Como ya dijimos, hoy existe una doble
moral, y ejemplos de esto hay muchos, pero vamos a destacar unos
pocos recientes:
La discusión sobre el Estatut
de Catalunya: existe un partido,
al cual prefiero no nombrar, que ataca el acuerdo actual de Estatut,
aduciendo que ello beneficiará a Catalunya
en desmedro de España; haciendo una abstracción de este criterio,
podríamos decir que, en una organización que agrupa distintos
colectivos -el actual estado español- uno de estos colectivos
pretende, supuestamente, obtener beneficio a costa de los demás. Sin
embargo, recientemente, durante unas discusiones en el seno de la
Unión Europea, el gobierno español fue criticado por este mismo
partido, por no defender los derechos de España; es decir, por no
privilegiar a España en desmedro de los otros estados que componen
la Unión. Lo que observamos es que ese partido juzga los acuerdos en
función del beneficio que obtendrá según sus intereses: cuando se
trata de la U.E., hay que beneficiar a una parte de esa Unión
-España- y cuando se trata del estado español, hay que beneficiar
al conjunto. Curiosamente, ¡esta misma conducta es la que ellos
critican de los catalanes! Por desgracia, este partido representa a
un gran número de ciudadanos, y por desgracia también, no es el
único que tiene este tipo de actitudes. Es más, entre los que
apoyan los acuerdos, me pregunto cuántos hay que lo hacen sólo
porque beneficia sus intereses. Así, los propios intereses se
transforman en el principal criterio moral. No hace falta decir que
esto es justamente lo contrario de lo que proponía Kant. Pero no se
puede decir que no haya moral en esta actitud, sino que esta moral
-la del propio beneficio- está oculta, y en cambio se aducen, para
afuera, otros motivos. En definitiva, éste es el modelo que se
transmite desde los estamentos de poder, sean políticos,
empresarios, religiosos o periodísticos, con alguna honrosísima
excepción.
Otro ejemplo, mucho más burdo aun, es
el del gobierno norteamericano, que juzga los regímenes
dictatoriales según convienen a sus intereses. Esto es fácil de ver
para todo el mundo, sobre todo fuera de Estados Unidos, pero a pesar
de que se lo critique mucho, es el modelo que se va imponiendo.
Un ejemplo reciente me pasó en un
taxi: el taxista decía que no estaba de acuerdo con la guerra de
Irak, y que además apoyaba los matrimonios del mismo sexo, pero sin
embargo votaba al PP (que hizo la guerra de Irak y se opone a los
matrimonios del mismo sexo) porque, literalmente, “convenía a su
bolsillo”.
Parafraseando a Kant, podríamos
enunciar el criterio ético actual del siguiente modo: “Actúa de
modo que tus máximas universales se adapten a tus intereses en cada
circunstancia”.
Desafíos para el futuro
Este estado de la ética plantea no
pocos desafíos para el futuro. Una sociedad con la competencia y el
egoísmo en crecimiento no parece augurar un buen futuro para la
mayoría de la población, y ni siquiera para esos pocos que, de
momento, parecen resultar beneficiados.
Para cambiar esta situación, no se
podrá intentar volver a la vieja moral religiosa -ni sería
deseable- ni tampoco parece que el planteo kantiano tenga visos de
extenderse. Será necesario buscar nuevas imágenes de lo ético,
imágenes que sean capaces de conjugar la búsqueda de la felicidad
-motor humano por excelencia- con una visión universalista. No se
tratará, entonces, de buscar la propia felicidad a costa de
los demás, ni tampoco de sacrificarse en pos de una idea de
lo correcto.
Se dice con frecuencia que los niños
son el futuro, y si queremos un mundo mejor, se debe comenzar por la
educación. Pero la educación de los niños es impartida por adultos
y más aun, los niños aprenden imitando las conductas de los
mayores, no lo que estos dicen sino lo que hacen; por tanto, si
queremos que los niños tengan un concepto moral diferente al actual,
habrá que empezar por cambiar nosotros, los adultos, nuestra
conducta. Sólo así los niños se educarán de otra manera.
Será necesaria una nueva ética,
basada en unos principios que definan un determinado tipo de acción
válida. Para esto, el individuo no sólo deberá acatar estos
principios, sino comprenderlos y sentirlos. Aquí, el individuo será
juez de sí mismo. No se trata de una moral externa sino interna al
ser humano, donde confluyan el interés común, aquello que creo que
“debería” hacer, con la propia felicidad, y que estará basada
en la regla de oro: “Cuando tratas a los demás como quieres ser
tratado, te liberas”[4].
Ponencia para el Liceu Maragall de Barcelona
Leída en el Ateneu Barcelonés en febrero de 2006
Notas
[1] Fundamentación
de la metafísica de las costumbres, cap. II. Trad. M. García
Morente.
[2] Op.
cit.
[3] Silo
. El Paisaje Humano, en Humanizar la Tierra.
Ed. Planeta, 1988.
[4] Silo.
La Mirada Interna, cap. XIII, en Humanizar la Tierra.
Ed. Planeta, 1988.
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