Cuando hablamos de estudios postcoloniales estamos tomando como referencia la época llamada “colonialista” de los siglos XIX y XX, que es el momento en que las potencias europeas colonizan África, la India y otros lugares del Asia, a pesar de que el colonialismo es mucho más antiguo, y todavía sigue vigente bajo distintas formas.
Fue la época del surgimiento de la antropología como disciplina o ciencia, apoyada desde el poder colonial con un claro interés de controlar mejor a los pueblos colonizados, más allá de que esta no fuera la intención expresa de la mayoría de los antropólogos, divididos entre el interés por conocer otras culturas y la necesidad de financiación de sus trabajos de campo. Mientras algunos antropólogos veían el problema generado por el impacto cultural que tenía la colonización, bautizado como aculturación, otros se referían eufemísticamente a un inocente “encuentro entre culturas”. Mucho más recientemente, ya en plena etapa postcolonial, este mismo problema, a escala mundial, fue rebautizado como “choque de civilizaciones” (Huntington, 1993) desde el corazón de las antiguas potencias colonizadoras.
Ya sea que hablamos de choque o alianza
entre civilizaciones, encuentro entre culturas o aculturación,
estamos dando por sentado que existen unas colectividades a las que
llamamos culturales, y que el encuentro entre dos o más de estas
colectividades es problemático. Con esto, eludimos un aspecto muy
importante: la adscripción de los individuos a una cultura, sociedad
o civilización, sin fijar previamente cuáles son los criterios para
tal adscripción, y sin distinguir entre una adscripción voluntaria,
subjetiva, en la cual una persona se siente parte de un colectivo
cultural, y la adscripción que hacemos del otro, asignándole un
rótulo que puede no corresponder con su subjetividad.
Tanto si la adscripción es voluntaria
como si es externa, para que sea posible es necesario asumir que
existe algo así como una “identidad cultural”, siendo que tanto
los conceptos de cultura como el de identidad cultural han conllevado
mucho debate, el cual sigue vigente. Pero aun nos queda el concepto
puro de identidad, en el cual un individuo se identifica consigo
mismo, y en general un objeto es identificado como tal.
Hoy pretendemos hacer una reflexión
sobre la cuestión de la identidad: identidad personal, identidad
colectiva, identidad como especie. Dado el calado del tema, nadie
puede pretender dejarlo cerrado; por tanto, nos conformamos con
presentar un punto de vista y, ojalá, plantear interrogantes que
resulten inquietantes. Para ello nos apoyamos en diferentes y
variadas lecturas y también en una meditación personal acerca de la
propia existencia y el Ser.
Cómo se construye la identidad.
Yo sé quién soy. Sé cuál es mi
nombre, si me miro al espejo me reconozco, puedo reconocer mi voz, me
acuerdo de cuando era pequeño... no cabe duda de que yo soy yo,
cumpliendo así con los requisitos del principio de identidad
enunciado por Parménides en el siglo V a.C. Pero, ¿cuándo comencé
a reconocerme a mí mismo? No fue en el momento del nacimiento, en
que no podía diferenciar entre yo y mi madre, sino tiempo después,
a medida que mi autonomía fue desplegándose poco a poco. Empecé a
reconocer mis sensaciones como mías, como algo que me era conocido,
una cierta “sensación de mí mismo” inconfundible; luego, empecé
a tener memoria; al principio, seguramente no sabía que eso que me
venía a la cabeza eran recuerdos, ni que yo era el protagonista en
ellos. Pero con el tiempo me fui dando cuenta de que aquel a quien
siempre recordaba era yo mismo. Un día reconocí mi cuerpo, ese
límite existente entre “adentro” y “afuera”.
Más adelante, esta identidad mía se
amplió con aquellos elementos del ambiente que me rodeaba, empezando
por mis padres y las personas más cercanas, siguiendo por la casa y
los lugares que solía frecuentar. Así fue surgiendo “mi” casa,
“mi” escuela... El mundo empezó a dividirse entre aquello que
tenía que ver conmigo, que formaba parte de mi vida, y aquello que
era nuevo, desconocido.
En paralelo con estos descubrimientos,
fui aprendiendo a diferenciar los objetos que me rodeaban; en primer
lugar, a distinguirlos de mí mismo; en segundo, a distinguirlos
entre sí: este osito no es este perrito, ni es este conejito. Y,
claro, así como fui reconociendo objetos alrededor mío, descubrí
que algunos eran personas como yo (o al menos que tenían cuerpos
similares al mío).
Con el tiempo, aunque yo seguía siendo
yo, empecé a descubrir que compartía con otras personas muchos de
estos factores identitarios, que formábamos parte de una misma
colectividad; este descubrimiento se reforzó cada vez que encontré
personas de otras colectividades, con otros vestidos y costumbres, en
cuyo momento se destacaban las diferencias. Hacia el fin de mi niñez
y durante la adolescencia se formó aquello que luego reconocería
como “paisaje de formación”[1],
un contexto cultural lleno de objetos particulares, y sobre todo
ciertos valores y creencias, con un significado cultural preciso. Ya
no soy “yo-individuo” frente al mundo, sino “yo-individuo con
un bagaje cultural” frente a un mundo diverso que a veces comparte
elementos culturales conmigo y otras veces no.
Ya no me siento solo, a veces incluso
puedo reconocerme en otros, pero al mismo tiempo ya no me siento tan
original; soy un “producto cultural” de una cultura que he
heredado sin haberla elegido.
La identidad cultural se construye con
la memoria colectiva, que se manifiesta oralmente, por escrito y más
recientemente con imágenes grabadas, y una cierta mirada
significante sobre el mundo; análogamente, mi identidad individual
se constituye con mi propia memoria y un cierto tono cenestésico
propio, una particular manera de sentirme a mí mismo y de sentir al
mundo. Los significados otorgados al mundo por mi propia mirada no
son exactamente los heredados culturalmente, pero tienen muchos
puntos en común con estos; diríamos que la cultura tiñe
fuertemente mi mirada.
A la biografía, individual, se
corresponde el paisaje de formación, constituido con elementos del
paisaje cultural o social. El ambiente cultural, en tanto ámbito
mayor en que estoy inmerso, me condiciona sin llegar a determinarme.
Puedo rebelarme frente a lo que me han intentado enseñar, aceptando
ciertos valores y rechazando otros, y de hecho esto se suele hacer
durante la primera juventud, como parte de la afirmación de la
propia identidad. Por lo tanto, no soy esclavo ni simple reflejo de
mi cultura, pero tampoco puedo desprenderme de ella. En una suerte de
bucle infinito, no puedo dejar de ver las cosas desde mí, pero este
sujeto que mira ha sido y sigue siendo influido a su vez por otras
miradas y acciones.
Tampoco será igual la preponderancia
de los aspectos individuales o colectivos según el lugar en que me
haya formado. O sea que esta sublimación de la individualidad, tan
característica de la cultura europea, no deja de ser un aspecto
cultural no necesariamente elegido por los individuos. ¿Cuál sería
mi visión del mundo si hubiera nacido en un ambiente social
completamente distinto del que nací? Sin duda sería distinta,
pero... ¿seguiría siendo yo mismo?
Yendo más allá de lo individual y lo
cultural, puedo descubrir una identidad global, sentirme parte
integrante de la especie humana, uno más en un mundo poblado de
iguales; puedo reconocer mis diferencias con otros, pero también ver
aquello que nos es común, esa “unidad psíquica de la humanidad”
que me conecta con mis contemporáneos e incluso con nuestros
antepasados.
[2] Desde esos primeros homínidos de hace millones de años, desde Lucy,
hasta el futuro desconocido, pasando por el presente de sufrimiento y
felicidad desigualmente repartidos.
Esta identidad humana es característica
de la época actual, en que las barreras nacionales y culturales
ceden ante otras identidades transversales, como puede ser la
identidad generacional, de género o incluso la ya antigua identidad
de clase. Por supuesto que no hablamos de algo omnipresente, sino de
un proceso dinámico que se va abriendo paso a caballo de los avances
comunicacionales. Estamos atravesados por multitud de identidades
colectivas, cuyo grado de adscripción depende en un caso del
sentimiento individual y en otro de criterios particulares. Puedo
sentirme catalán, o del Barça, o cristiano o antisistema, según me
dicten mis convicciones, pero también puedo aplicar etiquetas a
otros según mis propios criterios: moros o cristianos, antisistema o
prosistema, y así siguiendo. Siempre se puede dividir a las personas
en grupos, lo difícil es ponerse de acuerdo en el criterio de
selección.
También es característica de esta
época la identidad planetaria, ese sentimiento de unión que surge
con “la madre naturaleza”, el planeta Tierra, el ecosistema, Gaia
o como lo llamemos. Incluso en algunos casos esta identificación va
en detrimento de la identidad como humanos. Con un punto de vista
opuesto, puedo descubrir iguales entre aquellos habitantes de otros
mundos aun no descubiertos, aquellos con quienes comparto el tener
conciencia. En el primer caso lo relevante es el ecosistema que nos
ha permitido vivir, mientras que en el segundo lo es la
característica de ser humanos. Unos parece que miraran más de dónde
venimos mientras que los otros se apoyaran más en lo que somos.
Finalmente, puedo llegar a esa
identificación con Dios, o “con el todo”, tan cara a los
místicos, en la cual uno y todo somos lo mismo en su última raíz,
una experiencia extática de comunión con lo inconmensurable.
Hasta ahora hemos intentado describir
aquello que constituye la identidad en distintos niveles, yendo del
nivel individual al universal, pasando por distintos niveles
colectivos. Ahora intentaremos discutir críticamente los conceptos,
buscando definir sus límites, casi siempre difusos, y sus carencias.
La identificación como necesidad del pensar.
Para
empezar, me parece útil revisar el mecanismo de identificación,
base del concepto de identidad, como necesidad psíquica de la
conciencia que se encuentra en la raíz del pensar. La
conciencia siempre es conciencia de algo, necesita un objeto que sea
el destino de sus operaciones; para ello necesita diferenciar al
sujeto pensante de los objetos pensados, y necesita diferenciar los
distintos objetos entre sí. En otras palabras, para poder pensar es
necesario identificarse a sí mismo e identificar a los distintos
objetos.
Así, en un primer momento, de
diferenciación, el pensar opera creando diferencias; siempre
se piensa “en algo”, siempre hay un objeto del pensar, y para que
esto pueda ocurrir es necesario diferenciar este objeto de otros
objetos. Si pienso en el concepto de identidad (o en el micrófono,
da igual), tengo que diferenciarlo de otros conceptos, de otros
objetos. Pero para poder hacer algo con el objeto pensado, necesito
relacionarlo a su vez con otros objetos diferenciados; este es un
segundo momento, de complementación, en el cual relaciono el
objeto que es foco de mi pensamiento con otros objetos. Pero al
establecer relaciones en realidad estoy operando nuevamente con
diferencias, puesto que determinar un tipo de relación implica
diferenciarlo de otros tipos de relación. Finalmente, en un tercer
momento, de síntesis, puedo elaborar un nuevo objeto o
concepto, que sea consecuencia de la elaboración de las diferencias
y las relaciones anteriores. Si pienso en el micrófono, y lo
relaciono con otros objetos como los altavoces, la sala y el
auditorio, cada uno con un tipo de relación particular, llego
finalmente a una estructura sintética que puedo definir como
“conferencia”.
Por supuesto que estos tres momentos
operan simultáneamente, al igual que los tres tiempos de conciencia:
pasado, presente y futuro. Estos tres tiempos están siempre
presentes, aunque sea de manera copresente; lo mismo ocurre con los
tres momentos del pensar, que están actuando en todo momento, aunque
en distintos instantes se esté focalizando en la diferenciación, la
complementación o la síntesis.
En definitiva, la conciencia necesita
crear identidades para poder funcionar. Sin identidad no habría
conciencia, y todo no sería más que un caos amorfo. La primera
identidad que la conciencia debe establecer está referida a ella
misma, diferenciándola de aquello que no es conciencia, que podemos
llamar “mundo”. Se establece así la relación sujeto-objeto o
conciencia-mundo. Hecha esta primera diferenciación, es necesario
seguir estableciendo diferencias entre objetos de ese mundo. Esta
segunda diferenciación ya no será tan automática ni uniforme, ya
que es la propia conciencia la que establece las diferencias, o
determina las identidades, utilizando para ello toda la información
con que cuenta.
La cultura.
Como parte del proceso de
identificación que lleva adelante la conciencia, se hace necesario
clasificar a los distintos objetos identificados. Como ya vimos, en
los primeros momentos posteriores al nacimiento la información con
que se cuenta para establecer diferencias y clasificar es muy escasa,
aunque se va ampliando con el transcurrir de la experiencia vital.
Aquí entra a condicionar fuertemente el elemento cultural, ya que
esas identidades y clasificaciones que vamos a establecer no son
objetivas ni puramente subjetivas.
Cuando hablamos de algo, lo que sea,
siempre hay alguien que ha definido ese algo. Pero para que una
conversación sea fructífera es menester que haya un acuerdo sobre
los objetos del diálogo. A poco que nos detengamos a pensar, nos
damos cuenta que esto es mucho menos frecuente de lo que pensamos, y
muchísimo menos si los participantes del diálogo han sido formados
en culturas muy dispares. Así, podemos llegar al extremo que plantea
el Principio de Relatividad Lingüística[3],
elaborado por Edward Sapir y Benjamin Whorf, según el cual somos
“prisioneros de nuestro lenguaje”, ya que el idioma que
utilizamos para pensar y expresarnos determina nuestro pensamiento.
Claro que esta relación entre lenguaje y pensamiento es un ejemplo
más del proceso de diferenciaciones que hace la conciencia por
necesidad, siendo así que otra conciencia podría establecer otro
tipo de relación.
Así como la cultura en la cual estamos
incluidos condiciona nuestro pensamiento, el mundo tangible que nos
rodea, y del cual formamos parte, también lo hace y aun más
fuertemente. En el extremo subjetivista, el mundo y todo lo que
conocemos es fruto de la subjetividad de la conciencia; en el otro
extremo, objetivista, nuestra conciencia no es más que el resultado
determinista de una combinación azarosa de elementos físicos. Creo
que la respuesta más adecuada debe estar en algún punto intermedio
entre estos dos extremos.
Hasta ahora hemos estado hablando de
cultura dando por sentado su significado. Ahora llega el momento de
precisar un poco más de qué estamos hablando. La primera definición
de cultura que podemos tomar en cuenta es aquella dada por Tylor en
1871: «[la cultura,] “en sentido etnográfico amplio, es aquel
todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la
moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y
capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la
sociedad”» (citado en San Martín Sala, 2005: 216). Esta
definición ha servido como fundamento para la nueva disciplina de la
antropología cultural, y se sigue usando hoy día, aunque han
surgido numerosas dudas sobre su exactitud. Destacamos el aspecto de
que la cultura es adquirida, con lo cual se soslaya el aspecto de su
producción, ni tampoco se resuelve el problema del cambio cultural.
Aun aceptando que cuando una persona nace, lo hace dentro de una
cultura, la cual hereda, esta misma cultura irá cambiando a lo largo
de su vida, del mismo modo que cambiará el individuo durante su
transcurrir. Si, además, aceptamos con Ortega que «el acto
específicamente cultural es el creador, aquel en que extraemos el
logos de algo que todavía era insignificante» (Ortega y
Gasset, 1984: introducción), la cultura deja de tener cualquier
ilusión de identidad permanente. Por tanto, propiamente, habrá
tantas culturas como individuos y, lo que es más grave, para un
mismo individuo la cultura no será la misma al nacer, durante su
adolescencia, su madurez y su ancianidad. Trasladamos así la vieja
discusión entre Parménides y Heráclito sobre la identidad del río
a la identidad de la cultura.
Pero aún hay más: ¿cuáles son los
límites de una cultura? Hoy día parece establecido que la cultura
tiene que ver fundamentalmente con la religión preponderante en el
lugar en que uno nació y se formó. Esto se evidencia al hablar, por
ejemplo, de “cultura islámica” (o “civilización islámica”,
que se suele usar como sinónimo), oponiéndola a la cultura
cristiana occidental. Al respecto, el economista Amartya Sen dice:
«El mundo es considerado frecuentemente como una colección de
religiones (o de “civilizaciones” o “culturas”), y se ignoran
las otras identidades que los individuos tienen y valoran, entre
ellas la clase, el género, la profesión, el idioma, la ciencia, la
moral y la política.» (Sen, 2007: 16).
Claro que también sobrevive el
componente nacional, el cual nos permite hablar de cultura catalana,
española, francesa, etc. Esta relación unívoca entre cultura y
nación, o pueblo, o Estado, está más que discutida actualmente,
pero no por ello ha desaparecido. Se habla de naciones sin Estado, y
aquí en Catalunya conocemos sobradamente el tema, de estados
plurinacionales, pero también de sociedades multiculturales. Cuando
en una nación, ciudad o barrio hay una fuerte inmigración es cuando
se comienza a hablar de multiculturalidad, pero esta mezcla de
culturas puede dar lugar a una amalgama que de nacimiento a una nueva
cultura, y de hecho toda cultura actual es el resultado de diferentes
cruces culturales en el pasado. El Liceo Barcelonés, y el mismo
Ateneo en el cual estamos ahora, están rodeados de “doner kebab”
y de McDonald's. ¿Podemos legítimamente considerar que la identidad
catalana se expresa únicamente en estas dos instituciones
tradicionales, ignorando el contexto en que se encuentra? Más aun
cuando un presidente de la Generalitat dijo que “es catalán todo
aquel que vive y trabaja en Catalunya”. Yo mismo soy nacido en
Argentina, hijo de padre nacido en el Líbano y madre nacida en
Serbia, de abuelos rusos, y con una hija nacida en Barcelona; ¿con
qué nación he de identificarme, cuál ha de ser mi identidad
cultural?
Para intentar resolver este panorama
caótico, se introducen conceptos como “subcultura”, los cuales
en realidad complican aun más la situación. Podemos leer sobre las
subculturas juveniles del rap o del punk, así como antes era la
subcultura hippie. Todas estas definiciones son, como mínimo,
resbaladizas, pretendiendo aprehender en una palabra fenómenos cuya
complejidad no resiste ningún reduccionismo.
La identidad humana.
En su monumental obra “Estudio de la
historia”, Toynbee (1970) relata que quería escribir una historia
de Inglaterra, pero al poco de empezar se dio cuenta de que no podía
hablar de Inglaterra sin mencionar las relaciones que este país
mantenía con otras naciones. Así, Toynbee perfiló el concepto de
“sociedad” o civilización, asumiéndolo como mínima unidad de
estudio, e incluyó a Inglaterra dentro de la sociedad cristiana
occidental. Sin embargo, al final de la obra, luego de décadas de
trabajo, Toynbee concluye poniendo en duda que incluso una
civilización pueda ser estudiada aisladamente, dando a entender que
la unidad mínima de estudio debería ser el mundo completo.
Con esto volvemos a la identidad humana
de la que hablamos antes. También vimos que hay quienes van más
allá y se identifican con todos los seres animados, o con todas las
posibles conciencias que habiten en el universo. Finalmente, vimos
que hay ciertas experiencias, relatadas por místicos de distintos
lugares y momentos, en que uno se puede sentir identificado con todo
lo existente, tanto si lo consideramos vivo como si no.
La comunión con “el todo”.
Cuando la propia conciencia se
identifica con el universo, con “el todo”, la identidad
individual se disuelve en esa sensación inabarcable; uno deja de
identificarse consigo mismo para pasar a experimentar el Ser
universal, pero sin embargo sigue siendo algo o alguien. Ahora bien,
llegado a un cierto nivel de desidentificación, se puede
efectivamente perder conciencia de uno mismo, como ocurre en el sueño
profundo; allí ya no hay identificación con nada, pues la
conciencia ha desaparecido; no hay recuerdos ni sensaciones. Silo lo
describe así: «Si
alguien pudiera suspender y luego hacer desaparecer su yo, perdería
todo control estructural de la temporalidad y espacialidad de sus
procesos mentales. […] No podría comunicar entre sí, ni coordinar
sus mecanismos de conciencia; no podría apelar a su memoria; no
podría relacionarse con el mundo. […] Es posible llegar a la
situación mental de supresión del yo, no en la vida cotidiana pero
sí en determinadas condiciones que parten de la suspensión del yo.»
(Silo, 2006: 334)
No obstante, no se puede vivir en ese
estado de “ausencia de uno mismo”; uno siempre acaba volviendo en
sí,volviendo al conocido yo. Y desde ese yo, desde esa conciencia
individual, uno interpreta esa experiencia universal, así como uno
siempre interpreta toda experiencia desde la propia conciencia, a
través del propio mundo o paisaje interno[4].
¿Qué pasa con la memoria durante las
experiencias de supresión del yo?, ¿y qué pasa con los sentidos,
internos y externos? Tal parece que no existieran; es evidente que el
cuerpo sigue vivo, y que por lo tanto los sentidos siguen recibiendo
señales tanto del mundo exterior al cuerpo como del propio cuerpo.
Sin embargo, no hay conciencia que coordine y registre esos impulsos
recibidos. Tampoco es que uno haya quedado amnésico, pues al volver
en sí uno se reconoce inmediatamente, con todos los recuerdos
propios, aunque de los instantes en que no ha habido conciencia no
queda recuerdo alguno, como mucho alguna reminiscencia. Aunque ha
habido una “discontinuidad” en el propio transcurrir, uno sigue
siendo uno mismo, en definitiva. ¿Pero, qué es ese “uno mismo”,
si durante un lapso de tiempo uno ha desaparecido, uno ha perdido
conciencia del espacio y el tiempo? Ese uno mismo es el recuerdo de
sí y la continua recepción de impulsos de los sentidos. No parece
haber ninguna otra cosa más sustancial que eso.
En innumerables diálogos del Buda
Gautama leemos que la conciencia es impermanente, que la conciencia
es dependiente. Valgan estos pequeños párrafos como ejemplo: «la
conciencia se define por la condición específica de la que surge en
dependencia: si la conciencia surge en dependencia del ojo y las
formas visibles, se define como conciencia visual», etc., y
más adelante «es como el fuego, que arde y se define por la
condición específica de la que surge en dependencia: si el fuego
arde en dependencia de troncos, se define como fuego de troncos»;
finalmente «al cesar este alimento, lo que ha llegado a ser, cesa».
(Majjhima Nikaya, 1999). El
Nirvana es la máxima expresión de desidentificación, de desapego;
sin embargo, siempre es alguien el que accede a la experiencia del
Nirvana.
Apartándonos de
los místicos orientales antiguos, ya en el siglo XVII Descartes
también se planteó el problema de la existencia, y lo resolvió
diciendo “pienso, luego existo” (Descartes 1986). Claro que
probar la existencia del mundo requirió mucha más argumentación
Más recientemente, Brentano (1874)
introduce el concepto de intencionalidad, que sintetiza la relación
fenoménica e indisoluble que la conciencia establece con el mundo,
mediante la estructura acto-objeto. La conciencia siempre es
conciencia de algo; si desaparece ese algo, desaparece la conciencia.
Por tanto, propiamente, no podemos hablar de la conciencia sin tener
en cuenta al mundo, ni podemos hablar del mundo sin tener en cuenta a
la conciencia. Así, el yo pasa a ser una encrucijada
espacio-temporal, ya que su existencia depende del pasado y de
aquello que lo rodea. Según esto, el yo sería un mero epifenómeno
de la conciencia, una construcción ilusoria intencional de ésta,
sin la cual no podría actuar en el mundo. Sin la identificación con
el yo, la conciencia dejaría de ser tal.
Esto, que podría ser válido desde un
punto de vista filosófico-existencial, también puede serlo desde el
punto de vista de la física cuántica. El físico Fritjof Capra nos
explica que «dentro del marco de la teoría de matriz-S […] a
todas las partículas se las considera estados intermedios de una red
de reacciones, […] de hecho, la palabra “resonancia” es un
término apropiado. [...] Una resonancia es una partícula, pero no
un objeto. Queda mucho mejor descrita como un suceso o un
acontecimiento» (Capra, 2007: 360). Y más adelante, «bajo el punto
de vista oriental, al igual que bajo el de la física moderna, todas
las cosas del universo están relacionadas con todas las demás y
ninguna de sus partes es más fundamental o básica que las otras.
Las propiedades de cualquiera de las partes están determinadas no
por una ley fundamental, sino por las propiedades de todas las demás
partes. Tanto los físicos como los místicos se dan cuenta de que el
resultado de esto es la imposibilidad de explicar cualquier fenómeno
en su totalidad.» (ibid: 387). Tal parece que en el mundo subatómico
las relaciones entre partículas son similares a las relaciones entre
naciones que encontró Toynbee.
La identidad individual.
¿Qué me hace pensar que soy el mismo
ahora que cuando tenía diez años? ¿Que tengo recuerdos de esa
época? Entonces, si sufriera algún tipo de amnesia, ya no podría
decir que soy el mismo, con lo cual, en una reducción al absurdo,
desaparecería la amnesia. ¿Que sigo viviendo en el mismo cuerpo?
Pero hemos visto en muchas ocasiones argumentos de ciencia ficción
en los cuales una persona es trasplantada a otro cuerpo, y a nadie se
le ocurre pensar que ahora esa persona ya no es la misma (de hecho,
si fuera así el argumento no tendría ningún interés).
Al decir “yo soy yo” en realidad
estoy diciendo “yo me identifico con mi propia imagen de mí”; yo
como sujeto me identifico conmigo como objeto. Y con esto tengo más
que suficiente para vivir. No necesito preguntarme nada más, pero es
evidente que si me pregunto algo, la respuesta no es tan sencilla. Al
decir “yo como sujeto” pareciera que hay una entidad esencial
sujeto, pero por lo comentado, podría ser que no hubiera nada
esencial allí, sino un fenómeno cuya particularidad es tener
conciencia de sí mismo. Con esto no pretendo decir que somos el
resultado azaroso del movimiento de partículas subatómicas, ya que,
así como la conciencia inevitablemente debe interactuar con algo que
no es ella misma, eso que hemos llamado mundo, también el mundo debe
interactuar con una conciencia para poder ser mundo.
Concluyendo, nos parece que la
conciencia, mediante su intencionalidad característica, adjudica por
necesidad identidades a los objetos que la rodean y a sí misma, y
mediante esta identificación puede actuar en el mundo
transformándolo. Para finalizar, dos breves citas poéticas:
«Nombrador de mil nombres, hacedor de
sentido, transformador del mundo..., tus padres y los padres de tus
padres se continúan en ti. No eres un bólido que cae, sino una
brillante saeta que vuela hacia los cielos. Eres el sentido del mundo
y cuando aclaras tu sentido, iluminas la tierra» (Silo, 1989: 76).
Y esta otra del Libro del Tao:
«El espacio entre cielo y tierra es semejante a un fuelle, está
vacío, pero no se hunde; cuanto más se mueve, más sale de él.
Hablar nos deja vacíos. Más vale conservar lo esencial.» (Lao-Tsé,
2006: 49).
Ponencia para el Liceu Maragall de Barcelona
Leída en el Ateneu Barcelonés en abril de 2013
Notas
[1] Para
una ampliación del concepto de “paisaje de formación”, ver
Ammann (1991), Epílogo.
[2] A este respecto, es interesante la experiencia descrita por Jung (1955) con los mandalas dibujados espontáneamente por sus pacientes europeos y su semejanza con los mandalas orientales.
[3] De Bustos Guadaño (2004), cap. 4.
[4] Para una ampliación del concepto de “paisaje interno”, ver Silo (1989), p. 71.
[2] A este respecto, es interesante la experiencia descrita por Jung (1955) con los mandalas dibujados espontáneamente por sus pacientes europeos y su semejanza con los mandalas orientales.
[3] De Bustos Guadaño (2004), cap. 4.
[4] Para una ampliación del concepto de “paisaje interno”, ver Silo (1989), p. 71.
Bibliografía
- Ammann, Luis, 1991. Autoliberación, Plaza y Valdés, México.
- Brentano, Franz, 1874. Psicología desde el punto de vista empírico.
- Capra, Fritjof, 2007. El Tao de la física, Sirio, Málaga.
- De Bustos Guadaño, Eduardo, 2004. Lenguaje, comunicación y cognición, UNED, Madrid.
- Descartes, Rene, 1986 (original 1637). El discurso del método, Editex, Buenos Aires.
- Huntington, Samuel P., 1993. The clash of civilizations?, revista Foreign Affairs.
- Jung, Carl, 1955. El secreto de la flor de oro, Paidós, Barcelona.
- Lao-Tsé, 2006. El libro del Tao, RBA, Barcelona.
- Kuper, Adam, 2001. Cultura, la versión de los antropólogos, Paidós, Barcelona.
- Majjhima Nikaya. Los sermones medios del Buddha, 1999. Kairós, Barcelona.
- Ortega y Gasset, José, 1984 (original 1914). Meditaciones del Quijote, Cátedra, Madrid.
- Pompei, Jorge, 2008. Método estructural dinámico, Centro Mundial de Estudios Humanistas, Buenos Aires.
- San Martín Sala, Javier, 2005. Antropología filosófica, UNED, Madrid.
- Sen, Amartya, 2007. Identidad y violencia, Katz, Madrid.
- Silo, 1989. Humanizar la Tierra, Plaza y Janés, Barcelona.
- Silo, 2006. Apuntes de psicología, Ulrica, Rosario.
- Toynbee, Arnold, 1970. Estudio de la Historia – Compendio, Alianza, Madrid.
- Tylor, Edward B., 1981 (original 1871). Cultura primitiva, Ayuso, Madrid.
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