sábado, 6 de abril de 2013

Esbozo de una fundamentación de la identidad

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La identidad (individual, cultural, social, universal) como resultado de la necesidad de identificación de la conciencia, en su relación estructural con el mundo.

Cuando hablamos de estudios postcoloniales estamos tomando como referencia la época llamada “colonialista” de los siglos XIX y XX, que es el momento en que las potencias europeas colonizan África, la India y otros lugares del Asia, a pesar de que el colonialismo es mucho más antiguo, y todavía sigue vigente bajo distintas formas.
Fue la época del surgimiento de la antropología como disciplina o ciencia, apoyada desde el poder colonial con un claro interés de controlar mejor a los pueblos colonizados, más allá de que esta no fuera la intención expresa de la mayoría de los antropólogos, divididos entre el interés por conocer otras culturas y la necesidad de financiación de sus trabajos de campo. Mientras algunos antropólogos veían el problema generado por el impacto cultural que tenía la colonización, bautizado como aculturación, otros se referían eufemísticamente a un inocente “encuentro entre culturas”. Mucho más recientemente, ya en plena etapa postcolonial, este mismo problema, a escala mundial, fue rebautizado como “choque de civilizaciones” (Huntington, 1993) desde el corazón de las antiguas potencias colonizadoras.

Ya sea que hablamos de choque o alianza entre civilizaciones, encuentro entre culturas o aculturación, estamos dando por sentado que existen unas colectividades a las que llamamos culturales, y que el encuentro entre dos o más de estas colectividades es problemático. Con esto, eludimos un aspecto muy importante: la adscripción de los individuos a una cultura, sociedad o civilización, sin fijar previamente cuáles son los criterios para tal adscripción, y sin distinguir entre una adscripción voluntaria, subjetiva, en la cual una persona se siente parte de un colectivo cultural, y la adscripción que hacemos del otro, asignándole un rótulo que puede no corresponder con su subjetividad.

Tanto si la adscripción es voluntaria como si es externa, para que sea posible es necesario asumir que existe algo así como una “identidad cultural”, siendo que tanto los conceptos de cultura como el de identidad cultural han conllevado mucho debate, el cual sigue vigente. Pero aun nos queda el concepto puro de identidad, en el cual un individuo se identifica consigo mismo, y en general un objeto es identificado como tal.

Hoy pretendemos hacer una reflexión sobre la cuestión de la identidad: identidad personal, identidad colectiva, identidad como especie. Dado el calado del tema, nadie puede pretender dejarlo cerrado; por tanto, nos conformamos con presentar un punto de vista y, ojalá, plantear interrogantes que resulten inquietantes. Para ello nos apoyamos en diferentes y variadas lecturas y también en una meditación personal acerca de la propia existencia y el Ser.

Cómo se construye la identidad.

Yo sé quién soy. Sé cuál es mi nombre, si me miro al espejo me reconozco, puedo reconocer mi voz, me acuerdo de cuando era pequeño... no cabe duda de que yo soy yo, cumpliendo así con los requisitos del principio de identidad enunciado por Parménides en el siglo V a.C. Pero, ¿cuándo comencé a reconocerme a mí mismo? No fue en el momento del nacimiento, en que no podía diferenciar entre yo y mi madre, sino tiempo después, a medida que mi autonomía fue desplegándose poco a poco. Empecé a reconocer mis sensaciones como mías, como algo que me era conocido, una cierta “sensación de mí mismo” inconfundible; luego, empecé a tener memoria; al principio, seguramente no sabía que eso que me venía a la cabeza eran recuerdos, ni que yo era el protagonista en ellos. Pero con el tiempo me fui dando cuenta de que aquel a quien siempre recordaba era yo mismo. Un día reconocí mi cuerpo, ese límite existente entre “adentro” y “afuera”.

Más adelante, esta identidad mía se amplió con aquellos elementos del ambiente que me rodeaba, empezando por mis padres y las personas más cercanas, siguiendo por la casa y los lugares que solía frecuentar. Así fue surgiendo “mi” casa, “mi” escuela... El mundo empezó a dividirse entre aquello que tenía que ver conmigo, que formaba parte de mi vida, y aquello que era nuevo, desconocido.

En paralelo con estos descubrimientos, fui aprendiendo a diferenciar los objetos que me rodeaban; en primer lugar, a distinguirlos de mí mismo; en segundo, a distinguirlos entre sí: este osito no es este perrito, ni es este conejito. Y, claro, así como fui reconociendo objetos alrededor mío, descubrí que algunos eran personas como yo (o al menos que tenían cuerpos similares al mío).

Con el tiempo, aunque yo seguía siendo yo, empecé a descubrir que compartía con otras personas muchos de estos factores identitarios, que formábamos parte de una misma colectividad; este descubrimiento se reforzó cada vez que encontré personas de otras colectividades, con otros vestidos y costumbres, en cuyo momento se destacaban las diferencias. Hacia el fin de mi niñez y durante la adolescencia se formó aquello que luego reconocería como “paisaje de formación”[1], un contexto cultural lleno de objetos particulares, y sobre todo ciertos valores y creencias, con un significado cultural preciso. Ya no soy “yo-individuo” frente al mundo, sino “yo-individuo con un bagaje cultural” frente a un mundo diverso que a veces comparte elementos culturales conmigo y otras veces no.

Ya no me siento solo, a veces incluso puedo reconocerme en otros, pero al mismo tiempo ya no me siento tan original; soy un “producto cultural” de una cultura que he heredado sin haberla elegido.

La identidad cultural se construye con la memoria colectiva, que se manifiesta oralmente, por escrito y más recientemente con imágenes grabadas, y una cierta mirada significante sobre el mundo; análogamente, mi identidad individual se constituye con mi propia memoria y un cierto tono cenestésico propio, una particular manera de sentirme a mí mismo y de sentir al mundo. Los significados otorgados al mundo por mi propia mirada no son exactamente los heredados culturalmente, pero tienen muchos puntos en común con estos; diríamos que la cultura tiñe fuertemente mi mirada.

A la biografía, individual, se corresponde el paisaje de formación, constituido con elementos del paisaje cultural o social. El ambiente cultural, en tanto ámbito mayor en que estoy inmerso, me condiciona sin llegar a determinarme. Puedo rebelarme frente a lo que me han intentado enseñar, aceptando ciertos valores y rechazando otros, y de hecho esto se suele hacer durante la primera juventud, como parte de la afirmación de la propia identidad. Por lo tanto, no soy esclavo ni simple reflejo de mi cultura, pero tampoco puedo desprenderme de ella. En una suerte de bucle infinito, no puedo dejar de ver las cosas desde mí, pero este sujeto que mira ha sido y sigue siendo influido a su vez por otras miradas y acciones.

Tampoco será igual la preponderancia de los aspectos individuales o colectivos según el lugar en que me haya formado. O sea que esta sublimación de la individualidad, tan característica de la cultura europea, no deja de ser un aspecto cultural no necesariamente elegido por los individuos. ¿Cuál sería mi visión del mundo si hubiera nacido en un ambiente social completamente distinto del que nací? Sin duda sería distinta, pero... ¿seguiría siendo yo mismo?

Yendo más allá de lo individual y lo cultural, puedo descubrir una identidad global, sentirme parte integrante de la especie humana, uno más en un mundo poblado de iguales; puedo reconocer mis diferencias con otros, pero también ver aquello que nos es común, esa “unidad psíquica de la humanidad” que me conecta con mis contemporáneos e incluso con nuestros antepasados. [2] Desde esos primeros homínidos de hace millones de años, desde Lucy, hasta el futuro desconocido, pasando por el presente de sufrimiento y felicidad desigualmente repartidos.

Esta identidad humana es característica de la época actual, en que las barreras nacionales y culturales ceden ante otras identidades transversales, como puede ser la identidad generacional, de género o incluso la ya antigua identidad de clase. Por supuesto que no hablamos de algo omnipresente, sino de un proceso dinámico que se va abriendo paso a caballo de los avances comunicacionales. Estamos atravesados por multitud de identidades colectivas, cuyo grado de adscripción depende en un caso del sentimiento individual y en otro de criterios particulares. Puedo sentirme catalán, o del Barça, o cristiano o antisistema, según me dicten mis convicciones, pero también puedo aplicar etiquetas a otros según mis propios criterios: moros o cristianos, antisistema o prosistema, y así siguiendo. Siempre se puede dividir a las personas en grupos, lo difícil es ponerse de acuerdo en el criterio de selección.

También es característica de esta época la identidad planetaria, ese sentimiento de unión que surge con “la madre naturaleza”, el planeta Tierra, el ecosistema, Gaia o como lo llamemos. Incluso en algunos casos esta identificación va en detrimento de la identidad como humanos. Con un punto de vista opuesto, puedo descubrir iguales entre aquellos habitantes de otros mundos aun no descubiertos, aquellos con quienes comparto el tener conciencia. En el primer caso lo relevante es el ecosistema que nos ha permitido vivir, mientras que en el segundo lo es la característica de ser humanos. Unos parece que miraran más de dónde venimos mientras que los otros se apoyaran más en lo que somos.

Finalmente, puedo llegar a esa identificación con Dios, o “con el todo”, tan cara a los místicos, en la cual uno y todo somos lo mismo en su última raíz, una experiencia extática de comunión con lo inconmensurable.

Hasta ahora hemos intentado describir aquello que constituye la identidad en distintos niveles, yendo del nivel individual al universal, pasando por distintos niveles colectivos. Ahora intentaremos discutir críticamente los conceptos, buscando definir sus límites, casi siempre difusos, y sus carencias.

La identificación como necesidad del pensar.

Para empezar, me parece útil revisar el mecanismo de identificación, base del concepto de identidad, como necesidad psíquica de la conciencia que se encuentra en la raíz del pensar. La conciencia siempre es conciencia de algo, necesita un objeto que sea el destino de sus operaciones; para ello necesita diferenciar al sujeto pensante de los objetos pensados, y necesita diferenciar los distintos objetos entre sí. En otras palabras, para poder pensar es necesario identificarse a sí mismo e identificar a los distintos objetos.

Así, en un primer momento, de diferenciación, el pensar opera creando diferencias; siempre se piensa “en algo”, siempre hay un objeto del pensar, y para que esto pueda ocurrir es necesario diferenciar este objeto de otros objetos. Si pienso en el concepto de identidad (o en el micrófono, da igual), tengo que diferenciarlo de otros conceptos, de otros objetos. Pero para poder hacer algo con el objeto pensado, necesito relacionarlo a su vez con otros objetos diferenciados; este es un segundo momento, de complementación, en el cual relaciono el objeto que es foco de mi pensamiento con otros objetos. Pero al establecer relaciones en realidad estoy operando nuevamente con diferencias, puesto que determinar un tipo de relación implica diferenciarlo de otros tipos de relación. Finalmente, en un tercer momento, de síntesis, puedo elaborar un nuevo objeto o concepto, que sea consecuencia de la elaboración de las diferencias y las relaciones anteriores. Si pienso en el micrófono, y lo relaciono con otros objetos como los altavoces, la sala y el auditorio, cada uno con un tipo de relación particular, llego finalmente a una estructura sintética que puedo definir como “conferencia”.

Por supuesto que estos tres momentos operan simultáneamente, al igual que los tres tiempos de conciencia: pasado, presente y futuro. Estos tres tiempos están siempre presentes, aunque sea de manera copresente; lo mismo ocurre con los tres momentos del pensar, que están actuando en todo momento, aunque en distintos instantes se esté focalizando en la diferenciación, la complementación o la síntesis.

En definitiva, la conciencia necesita crear identidades para poder funcionar. Sin identidad no habría conciencia, y todo no sería más que un caos amorfo. La primera identidad que la conciencia debe establecer está referida a ella misma, diferenciándola de aquello que no es conciencia, que podemos llamar “mundo”. Se establece así la relación sujeto-objeto o conciencia-mundo. Hecha esta primera diferenciación, es necesario seguir estableciendo diferencias entre objetos de ese mundo. Esta segunda diferenciación ya no será tan automática ni uniforme, ya que es la propia conciencia la que establece las diferencias, o determina las identidades, utilizando para ello toda la información con que cuenta.

La cultura.

Como parte del proceso de identificación que lleva adelante la conciencia, se hace necesario clasificar a los distintos objetos identificados. Como ya vimos, en los primeros momentos posteriores al nacimiento la información con que se cuenta para establecer diferencias y clasificar es muy escasa, aunque se va ampliando con el transcurrir de la experiencia vital. Aquí entra a condicionar fuertemente el elemento cultural, ya que esas identidades y clasificaciones que vamos a establecer no son objetivas ni puramente subjetivas.

Cuando hablamos de algo, lo que sea, siempre hay alguien que ha definido ese algo. Pero para que una conversación sea fructífera es menester que haya un acuerdo sobre los objetos del diálogo. A poco que nos detengamos a pensar, nos damos cuenta que esto es mucho menos frecuente de lo que pensamos, y muchísimo menos si los participantes del diálogo han sido formados en culturas muy dispares. Así, podemos llegar al extremo que plantea el Principio de Relatividad Lingüística[3], elaborado por Edward Sapir y Benjamin Whorf, según el cual somos “prisioneros de nuestro lenguaje”, ya que el idioma que utilizamos para pensar y expresarnos determina nuestro pensamiento. Claro que esta relación entre lenguaje y pensamiento es un ejemplo más del proceso de diferenciaciones que hace la conciencia por necesidad, siendo así que otra conciencia podría establecer otro tipo de relación.

Así como la cultura en la cual estamos incluidos condiciona nuestro pensamiento, el mundo tangible que nos rodea, y del cual formamos parte, también lo hace y aun más fuertemente. En el extremo subjetivista, el mundo y todo lo que conocemos es fruto de la subjetividad de la conciencia; en el otro extremo, objetivista, nuestra conciencia no es más que el resultado determinista de una combinación azarosa de elementos físicos. Creo que la respuesta más adecuada debe estar en algún punto intermedio entre estos dos extremos.

Hasta ahora hemos estado hablando de cultura dando por sentado su significado. Ahora llega el momento de precisar un poco más de qué estamos hablando. La primera definición de cultura que podemos tomar en cuenta es aquella dada por Tylor en 1871: «[la cultura,] “en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad”» (citado en San Martín Sala, 2005: 216). Esta definición ha servido como fundamento para la nueva disciplina de la antropología cultural, y se sigue usando hoy día, aunque han surgido numerosas dudas sobre su exactitud. Destacamos el aspecto de que la cultura es adquirida, con lo cual se soslaya el aspecto de su producción, ni tampoco se resuelve el problema del cambio cultural. Aun aceptando que cuando una persona nace, lo hace dentro de una cultura, la cual hereda, esta misma cultura irá cambiando a lo largo de su vida, del mismo modo que cambiará el individuo durante su transcurrir. Si, además, aceptamos con Ortega que «el acto específicamente cultural es el creador, aquel en que extraemos el logos de algo que todavía era insignificante» (Ortega y Gasset, 1984: introducción), la cultura deja de tener cualquier ilusión de identidad permanente. Por tanto, propiamente, habrá tantas culturas como individuos y, lo que es más grave, para un mismo individuo la cultura no será la misma al nacer, durante su adolescencia, su madurez y su ancianidad. Trasladamos así la vieja discusión entre Parménides y Heráclito sobre la identidad del río a la identidad de la cultura.

Pero aún hay más: ¿cuáles son los límites de una cultura? Hoy día parece establecido que la cultura tiene que ver fundamentalmente con la religión preponderante en el lugar en que uno nació y se formó. Esto se evidencia al hablar, por ejemplo, de “cultura islámica” (o “civilización islámica”, que se suele usar como sinónimo), oponiéndola a la cultura cristiana occidental. Al respecto, el economista Amartya Sen dice: «El mundo es considerado frecuentemente como una colección de religiones (o de “civilizaciones” o “culturas”), y se ignoran las otras identidades que los individuos tienen y valoran, entre ellas la clase, el género, la profesión, el idioma, la ciencia, la moral y la política.» (Sen, 2007: 16).

Claro que también sobrevive el componente nacional, el cual nos permite hablar de cultura catalana, española, francesa, etc. Esta relación unívoca entre cultura y nación, o pueblo, o Estado, está más que discutida actualmente, pero no por ello ha desaparecido. Se habla de naciones sin Estado, y aquí en Catalunya conocemos sobradamente el tema, de estados plurinacionales, pero también de sociedades multiculturales. Cuando en una nación, ciudad o barrio hay una fuerte inmigración es cuando se comienza a hablar de multiculturalidad, pero esta mezcla de culturas puede dar lugar a una amalgama que de nacimiento a una nueva cultura, y de hecho toda cultura actual es el resultado de diferentes cruces culturales en el pasado. El Liceo Barcelonés, y el mismo Ateneo en el cual estamos ahora, están rodeados de “doner kebab” y de McDonald's. ¿Podemos legítimamente considerar que la identidad catalana se expresa únicamente en estas dos instituciones tradicionales, ignorando el contexto en que se encuentra? Más aun cuando un presidente de la Generalitat dijo que “es catalán todo aquel que vive y trabaja en Catalunya”. Yo mismo soy nacido en Argentina, hijo de padre nacido en el Líbano y madre nacida en Serbia, de abuelos rusos, y con una hija nacida en Barcelona; ¿con qué nación he de identificarme, cuál ha de ser mi identidad cultural?

Para intentar resolver este panorama caótico, se introducen conceptos como “subcultura”, los cuales en realidad complican aun más la situación. Podemos leer sobre las subculturas juveniles del rap o del punk, así como antes era la subcultura hippie. Todas estas definiciones son, como mínimo, resbaladizas, pretendiendo aprehender en una palabra fenómenos cuya complejidad no resiste ningún reduccionismo.

La identidad humana.

En su monumental obra “Estudio de la historia”, Toynbee (1970) relata que quería escribir una historia de Inglaterra, pero al poco de empezar se dio cuenta de que no podía hablar de Inglaterra sin mencionar las relaciones que este país mantenía con otras naciones. Así, Toynbee perfiló el concepto de “sociedad” o civilización, asumiéndolo como mínima unidad de estudio, e incluyó a Inglaterra dentro de la sociedad cristiana occidental. Sin embargo, al final de la obra, luego de décadas de trabajo, Toynbee concluye poniendo en duda que incluso una civilización pueda ser estudiada aisladamente, dando a entender que la unidad mínima de estudio debería ser el mundo completo.

Con esto volvemos a la identidad humana de la que hablamos antes. También vimos que hay quienes van más allá y se identifican con todos los seres animados, o con todas las posibles conciencias que habiten en el universo. Finalmente, vimos que hay ciertas experiencias, relatadas por místicos de distintos lugares y momentos, en que uno se puede sentir identificado con todo lo existente, tanto si lo consideramos vivo como si no.

La comunión con “el todo”.

Cuando la propia conciencia se identifica con el universo, con “el todo”, la identidad individual se disuelve en esa sensación inabarcable; uno deja de identificarse consigo mismo para pasar a experimentar el Ser universal, pero sin embargo sigue siendo algo o alguien. Ahora bien, llegado a un cierto nivel de desidentificación, se puede efectivamente perder conciencia de uno mismo, como ocurre en el sueño profundo; allí ya no hay identificación con nada, pues la conciencia ha desaparecido; no hay recuerdos ni sensaciones. Silo lo describe así: «Si alguien pudiera suspender y luego hacer desaparecer su yo, perdería todo control estructural de la temporalidad y espacialidad de sus procesos mentales. […] No podría comunicar entre sí, ni coordinar sus mecanismos de conciencia; no podría apelar a su memoria; no podría relacionarse con el mundo. […] Es posible llegar a la situación mental de supresión del yo, no en la vida cotidiana pero sí en determinadas condiciones que parten de la suspensión del yo.» (Silo, 2006: 334)

No obstante, no se puede vivir en ese estado de “ausencia de uno mismo”; uno siempre acaba volviendo en sí,volviendo al conocido yo. Y desde ese yo, desde esa conciencia individual, uno interpreta esa experiencia universal, así como uno siempre interpreta toda experiencia desde la propia conciencia, a través del propio mundo o paisaje interno[4].

¿Qué pasa con la memoria durante las experiencias de supresión del yo?, ¿y qué pasa con los sentidos, internos y externos? Tal parece que no existieran; es evidente que el cuerpo sigue vivo, y que por lo tanto los sentidos siguen recibiendo señales tanto del mundo exterior al cuerpo como del propio cuerpo. Sin embargo, no hay conciencia que coordine y registre esos impulsos recibidos. Tampoco es que uno haya quedado amnésico, pues al volver en sí uno se reconoce inmediatamente, con todos los recuerdos propios, aunque de los instantes en que no ha habido conciencia no queda recuerdo alguno, como mucho alguna reminiscencia. Aunque ha habido una “discontinuidad” en el propio transcurrir, uno sigue siendo uno mismo, en definitiva. ¿Pero, qué es ese “uno mismo”, si durante un lapso de tiempo uno ha desaparecido, uno ha perdido conciencia del espacio y el tiempo? Ese uno mismo es el recuerdo de sí y la continua recepción de impulsos de los sentidos. No parece haber ninguna otra cosa más sustancial que eso.

En innumerables diálogos del Buda Gautama leemos que la conciencia es impermanente, que la conciencia es dependiente. Valgan estos pequeños párrafos como ejemplo: «la conciencia se define por la condición específica de la que surge en dependencia: si la conciencia surge en dependencia del ojo y las formas visibles, se define como conciencia visual», etc., y más adelante «es como el fuego, que arde y se define por la condición específica de la que surge en dependencia: si el fuego arde en dependencia de troncos, se define como fuego de troncos»; finalmente «al cesar este alimento, lo que ha llegado a ser, cesa». (Majjhima Nikaya, 1999). El Nirvana es la máxima expresión de desidentificación, de desapego; sin embargo, siempre es alguien el que accede a la experiencia del Nirvana.

Apartándonos de los místicos orientales antiguos, ya en el siglo XVII Descartes también se planteó el problema de la existencia, y lo resolvió diciendo “pienso, luego existo” (Descartes 1986). Claro que probar la existencia del mundo requirió mucha más argumentación

Más recientemente, Brentano (1874) introduce el concepto de intencionalidad, que sintetiza la relación fenoménica e indisoluble que la conciencia establece con el mundo, mediante la estructura acto-objeto. La conciencia siempre es conciencia de algo; si desaparece ese algo, desaparece la conciencia. Por tanto, propiamente, no podemos hablar de la conciencia sin tener en cuenta al mundo, ni podemos hablar del mundo sin tener en cuenta a la conciencia. Así, el yo pasa a ser una encrucijada espacio-temporal, ya que su existencia depende del pasado y de aquello que lo rodea. Según esto, el yo sería un mero epifenómeno de la conciencia, una construcción ilusoria intencional de ésta, sin la cual no podría actuar en el mundo. Sin la identificación con el yo, la conciencia dejaría de ser tal.

Esto, que podría ser válido desde un punto de vista filosófico-existencial, también puede serlo desde el punto de vista de la física cuántica. El físico Fritjof Capra nos explica que «dentro del marco de la teoría de matriz-S […] a todas las partículas se las considera estados intermedios de una red de reacciones, […] de hecho, la palabra “resonancia” es un término apropiado. [...] Una resonancia es una partícula, pero no un objeto. Queda mucho mejor descrita como un suceso o un acontecimiento» (Capra, 2007: 360). Y más adelante, «bajo el punto de vista oriental, al igual que bajo el de la física moderna, todas las cosas del universo están relacionadas con todas las demás y ninguna de sus partes es más fundamental o básica que las otras. Las propiedades de cualquiera de las partes están determinadas no por una ley fundamental, sino por las propiedades de todas las demás partes. Tanto los físicos como los místicos se dan cuenta de que el resultado de esto es la imposibilidad de explicar cualquier fenómeno en su totalidad.» (ibid: 387). Tal parece que en el mundo subatómico las relaciones entre partículas son similares a las relaciones entre naciones que encontró Toynbee.

La identidad individual.

¿Qué me hace pensar que soy el mismo ahora que cuando tenía diez años? ¿Que tengo recuerdos de esa época? Entonces, si sufriera algún tipo de amnesia, ya no podría decir que soy el mismo, con lo cual, en una reducción al absurdo, desaparecería la amnesia. ¿Que sigo viviendo en el mismo cuerpo? Pero hemos visto en muchas ocasiones argumentos de ciencia ficción en los cuales una persona es trasplantada a otro cuerpo, y a nadie se le ocurre pensar que ahora esa persona ya no es la misma (de hecho, si fuera así el argumento no tendría ningún interés).

Al decir “yo soy yo” en realidad estoy diciendo “yo me identifico con mi propia imagen de mí”; yo como sujeto me identifico conmigo como objeto. Y con esto tengo más que suficiente para vivir. No necesito preguntarme nada más, pero es evidente que si me pregunto algo, la respuesta no es tan sencilla. Al decir “yo como sujeto” pareciera que hay una entidad esencial sujeto, pero por lo comentado, podría ser que no hubiera nada esencial allí, sino un fenómeno cuya particularidad es tener conciencia de sí mismo. Con esto no pretendo decir que somos el resultado azaroso del movimiento de partículas subatómicas, ya que, así como la conciencia inevitablemente debe interactuar con algo que no es ella misma, eso que hemos llamado mundo, también el mundo debe interactuar con una conciencia para poder ser mundo.

Concluyendo, nos parece que la conciencia, mediante su intencionalidad característica, adjudica por necesidad identidades a los objetos que la rodean y a sí misma, y mediante esta identificación puede actuar en el mundo transformándolo. Para finalizar, dos breves citas poéticas:

«Nombrador de mil nombres, hacedor de sentido, transformador del mundo..., tus padres y los padres de tus padres se continúan en ti. No eres un bólido que cae, sino una brillante saeta que vuela hacia los cielos. Eres el sentido del mundo y cuando aclaras tu sentido, iluminas la tierra» (Silo, 1989: 76).

Y esta otra del Libro del Tao: «El espacio entre cielo y tierra es semejante a un fuelle, está vacío, pero no se hunde; cuanto más se mueve, más sale de él. Hablar nos deja vacíos. Más vale conservar lo esencial.» (Lao-Tsé, 2006: 49).

Ponencia para el Liceu Maragall de Barcelona
Leída en el Ateneu Barcelonés en abril de 2013

Notas

[1] Para una ampliación del concepto de “paisaje de formación”, ver Ammann (1991), Epílogo.
[2] A este respecto, es interesante la experiencia descrita por Jung (1955) con los mandalas dibujados espontáneamente por sus pacientes europeos y su semejanza con los mandalas orientales.
[3] De Bustos Guadaño (2004), cap. 4.
[4] Para una ampliación del concepto de “paisaje interno”, ver Silo (1989), p. 71.

Bibliografía

  • Ammann, Luis, 1991. Autoliberación, Plaza y Valdés, México.
  • Brentano, Franz, 1874. Psicología desde el punto de vista empírico.
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  • Toynbee, Arnold, 1970. Estudio de la Historia – Compendio, Alianza, Madrid.
  • Tylor, Edward B., 1981 (original 1871). Cultura primitiva, Ayuso, Madrid.

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